Glionnan 558 ad
Los fuegos rugientes del pueblo ardían a gran altura en la
noche, lamiendo el cielo oscuro como serpientes enroscándose a través del
terciopelo negro. El humo flotó en el aire a través de la oscuridad brumosa, acre
con el perfume de muerte y venganza.
No lo hizo.
Nada le traería alegría otra vez.
Nada.
La amarga agonía que fluía dentro de él lo dejaba
incapacitado. Debilitado. Era más de lo que podía soportar y ese pensamiento
era casi suficiente como para hacerle reír.
O maldecir.
Aye, él maldijo desde el intolerable peso de su dolor.
Uno por uno, él había perdido a cada ser humano en la tierra
que alguna vez había significado algo para él.
Todos ellos.
A los siete años, se había quedado huérfano y con la pesada
responsabilidad de cuidar a su hermana recién nacida. Sin un lugar a donde ir e
incapaz de alimentarla, había regresado al clan que una vez había sido liderado
por su madre.
Un clan que había desterrado a sus padres antes de su
nacimiento.
Su tío había estado en su primer año como rey cuando Peter
ingresó a la fuerza en su gran salón.
A regañadientes el rey lo había aceptado a él y a Rocio, pero
su clan nunca lo había hecho.
No, hasta que Peter los forzó a ello.
Ellos no respetaban su ascendencia, pero Peter les había
hecho respetar su espada y temperamento. Respetar su voluntad para mutilar o
matar violentamente a cualquiera que lo insultara.
Cuando alcanzó su edad viril, nadie se atrevía a desafiarlo
para burlarse de su nacimiento o impugnar el recuerdo de su madre o su honor.
Había crecido dentro de las tropas de guerreros y había
aprendido todo lo que podía acerca de armas, peleas, y liderazgo.
Al final, había sido unánimemente votado como el sucesor de
su tío por las mismas personas que una vez se habían burlado de él.
Como el heredero, Peter había permanecido al lado derecho de
su tío, protegiéndolo implacablemente hasta que una emboscada enemiga los había
cogido desprevenidos.
Herido y agonizando, Peter había sostenido en sus brazos a
su tío Idiag mientras moría de sus heridas.
–Cuida a mi esposa y a Ceara, chico –su tío murmuró antes de
morir–. No me hagas lamentar el haberte aceptado.
Peter lo prometió. Pero unos pocos meses más tarde, encontró
a su tía violada y asesinada por sus enemigos. El cuerpo profanado y dejado
como presa para los animales.
Menos de un año después, él acunaría contra su pecho a su
preciosa esposa, Nynia, mientras ella exhalaba su último aliento dejándolo
totalmente solo, despojado de su tierno y reconfortante contacto.
Ella había sido su mundo.
Su corazón.
Su alma.
Sin ella, él ya no tenía deseos de vivir.
Con su espíritu tan quebrado como su corazón, había colocado
a su hijo nacido muerto en los brazos sin vida de ella y los había sepultado a
los dos juntos al lado del lago donde él y Nynia habían jugado cuando niños.
Luego, había hecho como le enseñaran su madre y su tío.
Había sobrevivido para dirigir a su clan.
Dejando a un lado su amargura, había vivido sólo para el
bienestar del clan.
Como un cacique, había derramado bastante sangre como para
llenar el mar rugiente y había recibido incontables heridas en su carne por su
gente. Condujo a su clan hacia la gloria en contra de todos los clanes del
centro y del norte que habían tratado de conquistarlos. Con casi toda su
familia muerta, le había dado a su clan todo lo que tenía. Su lealtad. Su amor.
Él aun les había ofrecido su vida para protegerlos de los
dioses.
Y en un latido, los miembros del clan habían tomado lo
último en la tierra que había amado.
Rocio.
Su apreciada hermana pequeña por la que él había jurado a su
madre, padre, y tío que la protegería a cualquier precio. Rochi con dorados
cabellos y risueños ojos ámbar. Tan joven. Tan amable y confiada.
Para satisfacer la ambición egoísta de uno, su clan la había
matado violentamente ante sus ojos mientras él yacía atado, incapacitado para
detenerlos.
Ella había muerto llamándole para que la ayudara.
Sus gritos horrorizados todavía sonaban en sus oídos.
Después de la ejecución, el clan se había vuelto contra él y
le había quitado la existencia igualmente. Pero la muerte a Peter no le había
aliviado. Él había sentido sólo culpa. Culpa y la necesidad para enmendar los
agravios hechos contra su familia.
Esa necesidad vengativa había transcendido todo, aún la
muerte misma.
–¡Que los dioses los condenen a todos ustedes! –Peter atronó
a la ardiente aldea.
–Los dioses no nos condenan, nos condenamos nosotros mismos
con nuestras palabras y acciones.
Peter dio la vuelta abruptamente a la voz detrás de él para
ver a un hombre vestido todo de negro. Llegando a la pequeña subida, este
hombre era diferente a cualquiera que él hubiera visto antes.
El viento de la noche formaba remolinos alrededor de la
figura, ondulando la capa tejida mientras caminaba con una gran vara retorcida
de guerrero, sostenida en su mano izquierda. La oscura y antigua madera de
roble tenía tallados símbolos y la parte superior estaba decorada con plumas
sostenidas por un cordón de cuero.
La luz de la luna bailaba sobre el cabello negro que llevaba
peinado en tres largas trenzas.
Sus ojos plateados y brillantes parecían cambiar como una misteriosa
niebla. Esos ojos encendidos eran extraños y escalofriantes.
Parado tenía la medida de un gigante. Peter nunca antes
había tenido que levantar la mirada ante nadie y este extraño tenía la altura
de una montaña. No fue hasta que el hombre se acercó, que Peter se percató que
era sólo unos centímetros más alto y no tan mayor como al principio le pareció.
Ciertamente, su estilo era el de un joven que estaba en el precioso umbral
entre la adolescencia y la madurez.
Hasta que uno lo veía más de cerca. Allí, en los ojos del
desconocido, yacía la sabiduría de los años. Éste no era un muchacho, era un
guerrero que había peleado duro y había visto demasiado.
–¿Quién es usted? –preguntó Peetr.
–Soy Acheron Parthenopaeus –dijo con acento extraño pero
perfectamente en la lengua céltica natal de Talon–. Fui enviado por Artemisa
para entrenarte para tu vida nueva.
La Diosa griega había dicho a Peter que esperara a este
hombre que había vagado por la tierra desde tiempos inmemoriales.
–¿Y qué me enseñará usted a mí, hechicero?
–Te enseñaré a matar violentamente a los Daimons que cazan
en la humanidad desventurada. Te enseñaré a esconderte durante el día a fin de
que los rayos del sol no te maten. Te mostraré como hablar sin revelar tus
colmillos a los hombres y todo lo demás que necesites saber para sobrevivir.
Peter rió amargamente mientras un dolor cegador lo
atravesaba otra vez. Estaba tan adolorido y herido que escasamente podía
respirar. Todo lo que quería era paz.
Su familia.
Y ellos ya se habían ido.
Sin ellos, él ya no tenía deseos de sobrevivir. No, él no
podía vivir con este peso en el corazón.
Miró a Acheron.
–Dígame, Hechicero, hay algún hechizo que pueda terminar con
la agonía de esta maldición.
Acheron le lanzó una mirada dura.
–Sí, Peter. Yo te mostraré como enterrar el dolor tan
profundamente que no te molestará nunca más, pero ten en cuenta que nada es
dado libremente y ninguna cosa dura para siempre. Un día algo vendrá para
hacerte sentir otra vez y con ello vendrá todo el dolor del tiempo sobre ti. Todo
lo que has escondido saldrá y no sólo podría destruirte, sino a cualquiera
cerca de ti.
Peter ignoró esa última parte. Todo lo que quería por ahora
era un día en donde su corazón no estuviera quebrado. Un momento libre de su
tormento. Estaba dispuesto a pagar cualquier precio por eso.
–¿Está seguro que no sentiré nada?
Acheron asintió.
–Te lo puedo enseñar sólo si me escuchas.
–Entonces enséñeme bien, Hechicero... Enséñeme bien.